lunes, 22 de septiembre de 2014

Resurrección - Craig Russell

Cap. 3

—Desde el momento en que lo vi sospeché que había sido momificado —Brandt continuó explicando—. El doctor Severts, aquí presente, es un experto en la materia y yo mismo tengo un gran interés en las momias. Los cadáveres de los pantanos en los que usted piensa sufren un proceso totalmente distinto: los ácidos y los taninos de las turberas tiñen la piel de los cuerpos y los convierten, literalmente, en bolsos de cuero; a veces lo único que queda de ellos es su pellejo, mientras los órganos internos e incluso los huesos pueden disolverse y desaparecer. —Señaló el cuerpo con un movimiento de la cabeza—. Este tipo tiene la apariencia de las momias de los desiertos. El aspecto tan demacrado y la textura apergaminada de la piel... denotan que se desecó casi de inmediato en un ambiente privado de oxígeno.
—Y, a pesar de su aspecto, no murió recientemente. Pero, como pueden ver por la ropa, tampoco es una reliquia de la Edad Media. —Severts abarcó el área de la excavación en la que se encontraban con un movimiento de la mano—. Las evidencias que rodean el cuerpo me dan una idea de lo que ocurrió. Nuestros estudios geofísicos y los registros que tenemos de esta zona dan a entender que nos encontramos en un muelle de carga de la segunda guerra mundial.
Brauner pasó la mano por el ribete de piedrecitas brillantes. Cogió algunas y las hizo rodar entre los dedos.
—¿ Vidrio?
Severts asintió.
—Era arena. Prácticamente todo lo que hay aquí es básicamente la misma arena pálida. Es sólo que parte de ella se ha mezclado con ceniza negra mientras este anillo exterior ha sufrido una exposición a un calor tan intenso que se convirtió en toscos cristales de vidrio.
Fabel asintió con una expresión triste.
—¿Los bombardeos británicos de 1943?
—Esa es mi hipótesis —dijo Severts—. Encaja con lo que sabemos de esta zona. Y también con esta forma de momificación, que era un resultado habitual de las intensas temperaturas creadas por la tormenta de fuego. Me da la impresión de que este hombre se guareció en alguna clase de refugio antiaéreo junto al muelle, improvisado con bolsas de arena. Debió de producirse una explosión incendiaria muy cerca que, básicamente, lo horneó y lo enterró.
Los ojos de Fabel seguían clavados en el cuerpo momificado. Operación Gomorra. Los británicos descargaron bombas incendiarias y explosivos de alto poder sobre Hamburgo por la noche y los americanos durante el día, hasta llegar a 8.344 toneladas. En algunas partes de la ciudad, la temperatura del aire a cielo abierto superó los mil grados. Alrededor de cuarenta y cinco mil ciudadanos de Hamburgo ardieron en las llamas o murieron cocinados bajo ese intenso calor. Fabel contempló las facciones delgadas y demasiado afinadas, lo que se debía a que la carne bajo la piel había perdido toda su humedad. Se había equivocado. Por supuesto que había visto cuerpos así antes: en viejas fotografías en blanco y negro de Hamburgo y también de Dresde. Muchas personas habían sido horneadas y convertidas en momias sin estar enterradas; desecadas en pocos instantes, expuestas a llamaradas de altísimas temperaturas en las calles sin aire o en los refugios antiaéreos que se habían convertido en hornos de panadería. Pero jamás había visto uno de carne y hueso, aunque esa carne estuviera desecada.
—Es difícil creer que este hombre lleve más de sesenta años muerto —dijo por fin.
Brauner sonrió y palmeó el hombro de Fabel con su ancha mano.
—Es simple biología, Jan. Para que haya descomposición se necesitan bacterias; las bacterias necesitan oxígeno. Si no hay oxígeno, no hay bacterias y por lo tanto no hay descomposición. Cuando lo extraigamos, probablemente hallaremos alguna descomposición limitada en el tórax. Todos tenemos bacterias en las entrañas, y cuando morimos, son las primeras en ponerse a trabajar. De todas maneras, haré un análisis forense completo del cuerpo y luego se lo pasaré al Institut für Rechtsmedizin de Eppendorf para que realicen una autopsia. Tal vez todavía estemos a tiempo de confirmar la causa de la muerte, aunque yo apostaría un año de mi salario a que fue asfixia. Y podremos deducir aproximadamente la edad biológica del cadáver.
—De acuerdo —dijo Fabel. Se volvió hacia Severts y su estudiante, Brandt—. Creo que no será necesario bloquear el resto de la excavación. Pero si encuentran algo que se relacione o que ustedes crean que se relaciona con este cuerpo, por favor infórmenme de ello. —Le entregó a Severts su tarjeta de la Polizei de Hamburgo.
—Lo haré —dijo Severts. Hizo un gesto en dirección al cadáver, que todavía parecía darles la espalda, girando el hombro, como si tratara de regresar a un sueño groseramente interrumpido—. Al parecer no se trata de la víctima de un homicidio, después de todo.
Fabel se encogió de hombros.
—Eso depende de su punto de vista.

sábado, 20 de septiembre de 2014

Juan Ramón Jiménez - Jardín

Jardín
Yo no sé cómo saltar
desde la orilla de hoy
a la orilla de mañana.

El río se lleva, mientras,
la realidad de esta tarde,
a mares de esperanza.

Miro al oriente, al poniente,
miro al sur y miro al norte.

Toda la verdad dorada
que cercaba el alma mía,
cual un cielo completo,
se cae, partida y falsa.

Y no sé como saltar
desde la orilla de hoy
a la orilla de mañana.

De "Estío"

lunes, 15 de septiembre de 2014

Los tipos duros no leen poesía - Alexis Ravelo

34

(...)
—Vale. Te lo voy a decir una vez, una sola vez, para que lo entiendas. De acuerdo: yo no trabajo para estos dos gilipollas. Mi jefe está bastante más arriba. Pero es que, por encima de mi jefe, hay otro. Y ese es todavía más peligroso que el mío. Tan peligroso que ahora mismo están a punto de desembarcar en el Muelle Deportivo tres mexicanos con los que no te agradaría encontrarte. Tipos muy violentos, ¿me entiendes? De esos que van cargados con cacharras y a los que les importa una mierda utilizarlas contra quien sea. Si me das la llave ahora y te dejas de chorradas, puede ser que yo llegue a tiempo de que se estén quietos. Pero, si no, la Melania, el abogado, tú y hasta yo mismo, nos vamos a acordar del día que nacimos. ¿Lo copias o te hago un mapa, listillo?
Monroy no se esperaba aquello. Podía tratarse de un farol. Pero había algo que le indicaba lo contrario: el temblor, la inquietud que pobló la voz del hombre grande al mencionar a los matones.
—Esto no es una broma —añadió el hombre, apartando una de las sillas y sentándose, obviando ya la posibilidad de cualquier amenaza—. Si les doy algo que los deje contentos, puede ser que escapemos. Si no, estamos todos de mierda hasta el cuello. Así que dime qué coño quieres. ¿Dinero? ¿Un seguro de vida? ¿La promesa de que nadie va a hacerte nada? Porque, como tardes un poco más, eso no voy a poder prometértelo ni yo.
—Solo quiero dos cosas. —Ante el respingo del hombre grande, Monroy se apresuró a aclarar—: No te preocupes. Las dos son sencillitas. La primera, que me digas dónde coño están la Escudero y el abogado.
—¿Y a ti qué más te da?
—Pues la cosa es que no terminamos de zanjar el negocio. No sé a ti, pero a mí no me gusta que me tomen el pelo dos pijos de mierda.
El hombre grande sonrió.
—Están en Mogán. En la villa de Hossman. Y no creo que se muevan de ahí hasta que llegue la criada mañana por la mañana. ¿Satisfecho?
—Sí —dijo Monroy, bebiéndose de un trago lo que le quedaba de cerveza.
—¿Y la otra cosa?
—Eso es todavía más fácil —respondió Monroy, eructando sonoramente—. Un euro.
El hombre grande comprendió y dejó escapar una risita. Se levantó y, rebuscando en su bolsillo, encontró una moneda que dejó sobre la mesa.
—Hay que reconocer que los tienes cuadrados, Eladio —opinó—. Bueno, ¿dónde está la llave?
—Detrás de ti. Tercera estantería a la derecha, dentro del Cuaderno de Nueva York, de...
—De Pepe Hierro —dijo el otro, volviéndose para buscar el libro, mientras Monroy se quedaba boquiabierto.
Al hombre grande no le costó localizar el libro, en la edición de tapas rosadas que conocía tan bien. Sacó de él el llavín, que pendía de un llaverito de plástico en el que estaba inscrito el número 23. Cuando se volvió nuevamente hacia Monroy, aún la boca de este dibujaba una O. Le pareció una reacción divertida, así que pensó que podía permitirse un pequeño alarde de erudición y recitó de memoria:

Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada, o después de todo
supe que todo no era más que nada.

Monroy enarcó las cejas. Luego sonrió.
—Esto no te cuadra.
—¿Por qué no? —dijo el hombre grande.
—Porque tú pareces un tipo duro.
—¿Y?
—Que se supone que los tipos duros no leen poesía.
—Vas a tener que dejar de ver tantas películas americanas, Eladio —dijo el otro, con sincera cordialidad.

lunes, 8 de septiembre de 2014

Miríadas en las parábolas del agua - Talo


Parábolas - Antonio Machado

I

Era un niño que soñaba
un caballo de cartón.
Abrió los ojos el niño
y el caballito no vio.
Con un caballito blanco
el niño volvió a soñar;
y por la crin lo cogía...
¡Ahora no te escaparás!
Apenas lo hubo cogido,
el niño se despertó.
Tenía el puño cerrado.
¡El caballito voló!
Quedóse el niño muy serio
pensando que no es verdad
un caballito soñado.
Y ya no volvió a soñar.
Pero el niño se hizo mozo
y el mozo tuvo un amor,
y a su amada le decía:
¿Tú eres de verdad o no?
Cuando el mozo se hizo viejo
pensaba: Todo es soñar,
el caballito soñado
y el caballo de verdad.
Y cuando vino la muerte,
el viejo a su corazón
preguntó:¿ Tú eres sueño?
¡Quién sabe si despertó!