jueves, 30 de octubre de 2014

François-Hubert Drouais (1727-1775) - Madame du Barry

(1970) Óleo sobre lienzo, Escuela Francesa

El mar lejano - Juan Ramón Jiménez

EL MAR LEJANO

 La fuente trueca su cantata. 
Se mueven todos los caminos... 
Mar de la aurora, mar de plata,
 ¡qué nuevo estás entre los pinos! 
 Viento del sur ¿vienes sonoro 
de granas? Ciegan los caminos...
 Mar de la siesta, mar de oro,
 ¡qué loco estás sobre los pinos! 
 Dice el verdón no sé qué cosa. 
Mi alma se va por los caminos... 
Mar de la tarde, mar de rosa, 
¡qué dulce estás bajo los pinos!

sábado, 25 de octubre de 2014

Jo Nesbo - El leopardo y la manzana de Leopoldo

31
Kigali

[...]
   Se habían detenido entre dos hileras de barracas de lo que Harry comprendió que era una especie de centro de la ciudad de Goma. La gente corría de un lado a otro por el espacio abierto casi intransitable que separaba las tiendas. A lo largo de las fachadas de las casas había bloques de piedra negra apilados que funcionaban como cimientos. La tierra reseca parecía esmalte negro y un polvo de color gris se arremolinaba en el aire, que apestaba a pescado podrido.
   —Ahí —dijo Joe señalando la puerta de una de las casas de hormigón—. Espero en el coche.
   Harry se dio cuenta de que algunos de los hombres que había en la calle se detenían al verlo bajar del coche. Se percató de su mirada neutra y peligrosa, que no contenía ninguna advertencia. Eran hombres que sabían que los actos agresivos son más eficaces cuando no se avisa. Harry se fue derecho a la puerta, sin mirar a su alrededor, para demostrar que sabía lo que hacía allí, adónde iba. Llamó a la puerta. Una vez. Dos veces. Tres. ¡Mierda! Había hecho un viaje demasiado largo para...
   La puerta se entreabrió.
   Una cara blanca y arrugada asomó por la rendija y lo miró con extrañeza.
   —¿Eddie van Boorst? —dijo Harry.
—Il est mort —dijo el hombre con una voz tan ronca que sonó como los estertores de la muerte.
   Harry recordaba del colegio el francés suficiente para comprender que el hombre acababa de afirmar que Van Boorst estaba muerto. Apostó por el inglés.
   —Me llamo Harry Hole. Herman Kluit, que vive en Hong Kong, me ha dado el nombre de Van Boorst. He hecho un largo viaje. Quería hablar de la manzana de Leopoldo.
   El hombre parpadeó sorprendido. Sacó del todo la cabeza por la abertura y miró a derecha e izquierda. Luego, abrió la puerta un poco más.
—Entrez —dijo indicándole a Harry que pasara.
   Harry agachó la cabeza y la adelantó, y logró que las piernas lo siguieran en el último momento: el suelo de la casa estaba veinte centímetros por debajo del de la calle. Allí dentro olía a incienso. Y a algo más, que le resultaba familiar, el hedor dulzón y ácido a hombre mayor que lleva varios días bebiendo.
   Los ojos de Harry se habituaron a la oscuridad y descubrió al anciano escuálido y menudo, enfundado en un elegante batín de seda color burdeos.
—Scandinavian accent —dijo Van Boorst en el inglés de Hercule Poirot, y se llevó a los labios un cigarrillo con una boquilla amarillenta—. A ver si lo adivino. Desde luego, no es danés. Podría ser sueco, pero creo que es noruego, ¿no?
   Por una grieta de la pared que tenía a su espalda asomó las antenas una cucaracha.
   —Vaya, un experto en acentos.
   —Es un hobby, simplemente —dijo Van Boorst, halagado y satisfecho—. En los países pequeños como Bélgica tenemos que aprender a mirar hacia fuera en lugar de hacia dentro. ¿Y cómo está Herman?
   —Bien —dijo Harry; se giró a la derecha y vio dos pares de ojos que lo miraban sin interés.
   Uno, desde una foto que había colgada sobre la cama, en el rincón. Un retrato enmarcado de una persona con una barba larga y canosa, nariz grande, pelo corto, hombreras, cadena, sable. El rey Leopoldo, si Harry no andaba equivocado. El otro par pertenecía a una mujer que estaba tumbada de lado en la cama y que solo tenía una colcha sobre las caderas. La luz de la ventana le daba en los pechos pequeños, con la firmeza propia de la juventud. Respondió al gesto de saludo de Harry con una sonrisa que dejó al descubierto un diente de oro entre los demás, muy blancos. No podía tener más de veinte años. En la pared que quedaba detrás de su estrecha cintura Harry atisbó un perno clavado en una grieta del enlucido. Del perno colgaban un par de esposas de color rosa.
   —Mi mujer —dijo el belga—. Bueno, una de ellas.
   —¿Miss Van Boorst?
   —Algo así. Quieres comprar, ¿no? ¿Tienes dinero?
   —Primero quiero ver lo que tienes —dijo Harry.
   Eddie van Boorst se dirigió a la puerta, la abrió un poco y echó un vistazo. Luego la cerró y echó la llave.
   —¿Has venido solo con el chófer?
   —Sí.
   Van Boorst apagó el cigarrillo mientras escrutaba a Harry desde los pliegues de piel que se le formaban sobre los ojos cuando los entornaba. Luego se fue a un rincón de la habitación, apartó una alfombra de una patada, se inclinó y tiró de una anilla metálica. Se abrió una portezuela. El belga le pidió a Harry que bajara por el agujero en primer lugar. Harry supuso que era una regla fruto de la experiencia, e hizo lo que le pedía. Una escalera conducía a una oscuridad de boca de lobo. Después de siete peldaños, Harry notó el suelo bajo los pies. Acto seguido, se encendió una lámpara en el techo.
   Harry echó un vistazo a su alrededor. La habitación era lo bastante alta para él y tenía un suelo liso de cemento. Tres de las paredes estaban cubiertas de estanterías llenas de la mercancía habitual: pistolas Glock muy usadas, Smith & Wesson calibre 38 como la suya, cajas de munición, un Kalashnikov. Harry nunca había tenido en sus manos un ejemplar de aquella famosa automática rusa, cuyo nombre oficial era AK-47. Acarició la culata de madera.
   —Un original de 1947, el primer año de fabricación —dijo Van Boorst.
   —Parece que aquí todo el mundo tiene una —dijo Harry—. La causa de muerte más popular en África, según dicen.
   Van Boorst asintió.
   —Por dos razones muy sencillas. Cuando los países comunistas empezaron a exportarlas a este continente después de la guerra fría, un Kalashnikov costaba tanto como una gallina cebada en tiempo de paz. Y, en tiempo de guerra, no más de cien dólares. Por otro lado, funciona bien, con independencia de lo que hagas con él, y eso en África es importante. A los mozambiqueños les gustan tanto los Kalashnikov que han puesto uno en la bandera nacional.
   Harry detuvo la mirada en unas letras discretamente grabadas en una maleta negra.
   —¿Es eso lo que yo creo? —preguntó.
   —Märklin —dijo Van Boorst—. Un arma rara. Se fabricaron muy pocas, puesto que resultó ser un fiasco. Demasiado pesada y con demasiado calibre. La usaban para la caza de elefantes.
   —Y para la caza de personas —dijo Harry en voz baja.
   —¿La conocías?
   —Una mira telescópica con la mejor óptica del mundo. Que no es lo que se necesita para cazar elefantes a una distancia de cien metros, desde luego. Es un arma para atentados, ni más ni menos. —Harry pasó los dedos por la maleta mientras los recuerdos le venían a la memoria—. Sí, la conozco.
   —Te la vendo barata. Treinta mil euros.
   —Esta vez no he venido por un arma.
   Harry se volvió hacia la estantería que había en el centro de la habitación. Unas máscaras grotescas pintadas de blanco lo miraban desde los estantes.
   —Máscaras de los espíritus de los mai-mai —dijo Van Boorst—. Creen que si se rocían con agua sagrada, las balas no les harán daño. Puesto que las balas también se convierten en agua. La guerrilla mai-mai entró en guerra con el ejército del gobierno con arcos y flechas, gorros de baño en la cabeza y tapones de bañera por amuletos. I’m not kidding you, monsieur. Naturalmente, los pulverizaron. Pero a los mai-mai les gustan las armas. Y las máscaras pintadas de blanco. Y los corazones y los riñones de sus enemigos. Poco hechos, con puré de maíz.
   —Bueno —dijo Harry—. No esperaba que una casa tan sencilla tuviera un sótano tan repleto.
   Van Boorst se echó a reír.
—Cellar? This is the ground floor. Or was. Antes de la erupción de hace tres años.
   Harry lo comprendió. Bloques de piedra negra, esmalte negro. El suelo del piso de arriba, más bajo que el de la calle...
   —Lava —dijo Harry.
   Van Boorst asintió.
   —Corrió por todo el centro y se llevó por delante la casa que tenía junto al lago Kivu. Todas las casas de madera que había aquí se quemaron, esta casa de hormigón fue la única que quedó en pie, aunque casi enterrada en lava. —Señaló la pared—. Eso que ves ahí es la puerta de lo que era la planta baja hace tres años. Cuando compré la casa, puse la puerta por la que has entrado.
   Harry asintió.
   —Suerte que la lava no quemó la puerta e invadió también esta planta.
   —Como ves, las ventanas y la puerta están en la pared que da la espalda al Nyiragongo. No es la primera vez. Esa dichosa montaña escupe lava sobre la ciudad cada diez o veinte años.
   Harry enarcó las cejas.
   —¿Y la gente vuelve aquí a pesar de todo?
   Van Boorst se encogió de hombros.
   —Bienvenido a África, pero ese volcán es bloody useful. Si quieres deshacerte de un cadáver molesto, un problema bastante habitual en Goma, puedes echarlo al lago Kivu, naturalmente. Pero, entonces, todavía seguiría existiendo allá abajo. En cambio, si recurres al Nyiragongo... La gente cree que en el fondo de la mayoría de los volcanes hay lagos de lava ardiente y burbujeante, pero no es así. En ninguno. Salvo en el Nyiragongo. Mil grados Celsius. Si echas algo ahí, ¡puf! Vuelve a subir convertido en gas. Es la única forma que la gente de Goma tiene de llegar al cielo. —Se rió tanto que empezó a toser—. Yo mismo he presenciado cómo un buscador de coltán con más entusiasmo de la cuenta utilizó una cadena para bajar a la hija del jefe de una tribu que se negaba a firmar los documentos que le concedieran al buscador el derecho a la explotación minera en su zona. A veinte metros de la lava le ardió el pelo. A diez metros, la niña se encendió como una vela de sebo. Y a cinco metros, el cuerpo empezó a gotear. No exagero. La piel y la carne le caían a chorros del esqueleto... ¿Es esto lo que te interesa?
   Van Boorst había abierto un armario y acababa de sacar una bola de metal. Era brillante, estaba perforada con pequeños agujeros y era de un tamaño algo menor que el de una pelota de tenis. De un agujero algo más grande colgaba una cadena fina rematada por una anilla. Era el mismo instrumento que Harry había visto en casa de Herman Kluit.
   —¿Funciona? —preguntó Harry.
   Van Boorst soltó un suspiro. Metió el meñique en la anilla metálica y tiró. Se oyó un estallido y la bola de metal dio un salto en la mano del belga. Harry estaba atónito. De los agujeros de la bola salieron lo que parecían pequeñas antenas.
   —¿Puedo? —preguntó alargando la mano.
   Van Boorst le dio la bola y observó atento mientras Harry contaba las antenas.
   —Veinticuatro —dijo Harry.
   —Tantas como manzanas fabricadas —dijo Van Boorst—. Esa cifra tenía un valor simbólico para el ingeniero que la inventó y la fabricó: su hermana se suicidó a esa edad.
   —¿Cuántas tienes en ese armario?
   —Solo ocho. Incluido este magnífico ejemplar de oro. —Sacó una bola que lanzó un destello a la luz de la bombilla antes de que la guardara otra vez—. Pero esa no está a la venta, tendrías que matarme para echarle el guante.
   —O sea que has vendido catorce desde que Kluit compró la suya, ¿no?
   —Y cada una más cara que la siguiente. Es una inversión segura, señor Hole. Los instrumentos de tortura antiguos tienen un grupo de seguidores fiel y dispuesto a pagar, créeme.
   —Te creo —dijo Harry tratando de empujar hacia dentro una de las antenas.
   —Va con muelles —dijo Van Boorst—. Una vez que has tirado del hilo, el interrogado no puede sacarse la manzana de la boca. Ni él ni nadie, dicho sea de paso. Hay que ir al paso dos para que las agujas se retraigan. No tires del hilo, por favor.
   —¿El paso dos?
   —Dámela.
   Harry le dio la bola a Van Boorst. El belga introdujo un bolígrafo por la anilla de metal, lo sujetó en posición horizontal a la altura de la bola y luego soltó la bola. Al tensarse el hilo se oyó un nuevo chasquido. La manzana de Leopoldo se balanceaba a quince centímetros por debajo del bolígrafo y las afiladas agujas que sobresalían de las antenas brillaban a la luz.
   —Joder —soltó Harry.
   El belga sonrió.
   —Los mai-mai llamaban al aparato «el sol de la sangre». A quien muchos quieren, muchos nombres tiene.
   Dejó la manzana en la mesa, introdujo el bolígrafo en el agujero del que colgaba el hilo, tiró fuerte y tanto las agujas como las antenas desaparecieron con otro chasquido, con lo que la manzana real recuperó la forma redonda y lisa del principio.
   —Impresionante —dijo Harry—. ¿Cuánto?
   —Seis mil dólares —dijo Van Boorst—. Por lo general, aumento un poco el precio cada vez, pero a ti te la dejo al mismo precio por el que vendí la última.
   —¿Por qué? —dijo Harry, y pasó el dedo por el metal liso.
   —Porque vienes de muy lejos —dijo Van Boorst, y llenó la habitación del humo del cigarrillo—. Y porque me gusta tu acento.
   —Ya. ¿Y quién fue el último que la compró por seis mil dólares?
   Van Boorst se echó a reír.
   —Nadie sabrá que tú has estado aquí, y tampoco te voy a hablar a ti de mis otros clientes. ¿No le parece tranquilizador, señor...? Ahí lo tienes, ya se me ha olvidado el nombre.
   Harry asintió.
   —Seiscientos —dijo.
   —¿Perdón?
   —Seiscientos dólares.
   Van Boorst volvió a soltar la misma risotada corta de antes.
   —Ridículo. Pero la cantidad que mencionas es la que cuesta una visita guiada por la reserva, si quieres pasarte tres horas viendo gorilas de montaña. ¿Preferiría esta opción, señor Hole?
  

martes, 21 de octubre de 2014

Buda.Pest y El puente de las Cadenas

Amanecer sobre el Danubio '14

Lexicón- Max Barry

[I] POETAS

[CUATRO]
[...]

 —Pensaba que eras historia —le dijo el chico de pelo rizado.
   Emily estaba pasando frente a la habitación del chico, pero ahora se detuvo. Estaba tirado en su cama. La chica angelical estaba dentro, con la espalda apoyada en la pared de piedra.
   —Solo precalentaba —respondió. Se disponía a marcharse cuando la chica se apartó de la pared y dijo:
   —Eh, quiero tu opinión. ¿Por qué crees que los profesores de este sitio tienen nombres falsos?
   Emily la miró, confundida.
   —Charlotte Brontë. Hay un profesor que se llama Robert Lowell y también un Paul Auster. ¿Te has fijado en el panel del vestíbulo? Dice que antes de Brontë, la directora era Margaret Atwood —señaló con las cejas arqueadas.
   —¿Y...? —preguntó Emily.
   —Son poetas famosos —dijo el chico—. Poetas famosos muertos, la mayoría. —Le dirigió una mirada divertida a la chica angelical—: No lo sabía.
   —Como si yo fuese a sentarme ahí a memorizar nombres de poetas —repuso Emily—. Por eso es por lo que voy a destrozaros en los exámenes, porque todo lo que sabéis es inútil.
   El chico esbozó una amplia sonrisa y la chica dijo:
   —No pasa nada. —Lo dijo en un tono que hizo que Emily quisiera pegarle—. Y la escuela no tiene nombre. Solo la llaman «la Academia». Un poco raro, ¿verdad?
   —Tú eres un poco rara —le soltó Emily.

   Gertie no volvió.
   —Los exámenes son eliminatorios —dijo el chico de pelo rizado, con la boca llena de pan de centeno. Estaban almorzando y él había ocupado la silla de Gertie—. Suspende uno y estás fuera. Puedes ir haciendo tus maletas.
   Emily estaba untando un bollo con mantequilla y detuvo el gesto de su mano a medio camino.
   —¿Quién te ha dicho eso?
   —Nadie. Me lo he imaginado. Es obvio, ¿no te parece? —dijo el otro, sin dejar de masticar.

   Charlotte apareció durante el almuerzo y miró a Emily de un modo que a ella no le gustó en absoluto. Luego se fue. Emily continuó comiendo, pero la comida formó una bola en su estómago. Más tarde, Charlotte y otro profesor la estaban esperando en el pasillo. Eso le recordó San Francisco, donde dabas un paso en la puerta de la casa donde habías pasado la noche y te dabas de bruces con dos prostitutas delgaduchas, con las caderas marcadas y los labios como culos de gato, temblando de rabia por cualquier agravio. Una deuda o algo que habías hecho.
   Charlotte le hizo una seña para que se acercase:
   —Emily, por favor.
   Sus tacones resonaron por el pasillo.
   Al llegar a su despacho, le indicó una silla. La habitación era más grande de lo que Emily había pensado. Tenía puertas que conectaban con otras estancias, en una de las cuales debía de dormir Charlotte, puesto que le había dicho que podía ir a verla en cualquier momento del día. Había una única ventana, que daba a un patio, y una mesa desordenada sobre la que había un jarrón con flores frescas.
   —Estoy decepcionada.
   —¿Lo está? —preguntó Emily.
   —Te ofrecimos una gran oportunidad. Nunca sabrás cómo de grande.
   —No sé de qué está hablando.
   —La sala de exámenes está vigilada.
   —Entiendo —dijo Emily. Hubo un silencio—. O sea, que está diciendo que he hecho algo mal.
   —¿Trampas? Sí. Eso estuvo mal.
   —Bueno, pues debería haberlo dicho. Debería haber dicho: «En realidad tenemos tres normas, la tercera es no hacer trampas».
   —¿Crees que es necesario decir eso?
   —Ese tío que me envió aquí desde San Francisco, Lee, sabía que yo engaño a la gente. Eso es lo que hago. Soy una timadora. ¿Me traen aquí pero de repente no puedo hacer trampas? Nunca me advirtieron.
   —Dije que las respuestas sinceras eran algo esencial.
   —En la prueba anterior. No en la del vídeo.
   —No vamos a discutir eso ahora —sentenció Charlotte—. Está de camino un conductor para recogerte. Por favor, coge tus cosas.
   —Bien —exclamó Emily—, que les jodan.
   —Puede que te hayan prometido una compensación por tu tiempo aquí. Desgraciadamente no va a ser así como consecuencia de tus trampas.
   —Zorra.
   La expresión del rostro de Charlotte no varió un ápice. Emily había esperado algún tipo de reacción por parte de alguien con aspecto tan monacal. Había dado por supuesto que Charlotte estaba furiosa, del modo en que lo hace la gente cuando rompes una de sus normas impuestas, pero lo cierto era que a Charlotte no parecía importarle.

domingo, 19 de octubre de 2014

El tercer hombre - Prater

Viena 1949

Director: Carol Reed
Intérpretes: Joseph Cotten, Trevor Howard, Alida Valli, Orson Welles
Guión: Graham Green
B.S.O.: Anton Karas