sábado, 17 de julio de 2010

Climbing the stairway to the sea

Johnny Mathis - Stairway to the sea

Deep in the night
I climb the stairway to the sea
And pretend your are there beside me
So close beside me, watching the sea

I see us there upon the stairway to the sea
Where the mist softly kiss two lovers
Hiding from others
Our love by the sea

Why try to find a new love
When your voice keeps calling me
I'm just a lonely prisoner of the stairway to the sea
And there you'll find me waiting for the day of your return
But till that day how memories can burn

This is my pray upon the stairway to sea
That you will soon be there before me
Whispering adore me
There by the sea

And there you'll find me waiting for the day of your return
But till that day how memories can burn

This is my pray upon the stairway to sea
That you will soon be there before me
Whispering adore me
There by the sea
There by the sea
There by the sea 

La Busca - Pío Baroja

Mientras barajaba en la cabeza todas estas ideas de exterminio, iba obscurenciendo. Manuel subió a la plaza de Oriente, y de allí siguió por la calle del Arenal.
Estaban asfaltando un trozo de la Puerta del Sol; diez o doce hornillos, puestos en hilera, vomitaban por sus chimeneas un humo espeso y acre. Todavía las luces blancas de los arcos voltaicos no habían iluminado la plaza; las siluetas de unos cuantos hombres que removían la masa de asfalto en las calderas con largos palos, se agitaban diabólicamente ante las bocas inflamadas de los hornillos.
Manuel se acercó a una de las calderas y oyó que le llamaban. Era el Bizco; se hallaba sentado sobre unos adoquines.
-¿Qué hacéis aquí? -le preguntó Manuel.
-Nos han derribado las cuevas de la Montaña -dijo el Bizco-, y hace frío. Y tú, ¿qué? ¿has dejado la casa?
-Sí.
-Anda, siéntate.
Manuel se sentó y se recostó en una barrica de asfalto.
En los escaparates y en los balcones de las casas iban brillando luces; llegaban los tranvías suavemente, como si fueran barcos, con sus faroles amarillos, verdes y rojos; sonaban sus timbres, y corrían por la Puerta del Sol, trazando elegantes círculos. Cruzaban coches, caballos, carros; gritaban vendedores ambulantes en las aceras, había una baraúnda ensordecedora... Al final de una calle, sobre el resplandor cobrizo del crepúsculo, se recortaba la silueta aguda de un campanario.
-Y a Vidal, ¿no lo ves? -preguntó Manuel.
- No. Oye: ¿tú tienes dinero? -dijo el Bizco.
-Veinte o treinta céntimos  nada más.
-¿Vamos a por una libreta?
-Bueno.
Compró Manuel un panecillo, que dió al Bizco, y los dos tomaron una copa de aguardiente en una taberna. Anduvieron después correteando por las calles, y a las once, aproximadamente, volvieron a la Puerta del Sol.
Alrededor de las calderas del asfalto se habían amontonado grupos de hombres y de chiquillos astrosos; dormían algunos con la cabeza apoyada en el hornillo, como si fueran a embestir contra él. Los chicos hablaban y gritaban, y se reían de los espectadores que se acercaban con curiosidad a mirarles.
-Dormimos  como en campaña -decía uno de los golfos.
-Ahora no vendría mal -agregaba otro- pasarse a dar una vuelta por la Plaza Mayor, a ver si nos daban una libra de jamón.
-Tiene trichina.
-Cuidado con el colchón de muelles -vociferaba uno chato, que andaba con una varita dando en las piernas de los que dormían-. ¡Eh, tú, que estás estropeando las sábanas!
Al lado de Manuel, un chiquillo raquítico, de labios belfos y ojos ribeteados, con uno de los pies envuelto en trapos sucios, lloraba y gimoteaba; Manuel, absorto en sus ideas, no se había fijado en él.
-Pues no berreas tú poco -le dijo al enfermo un muchacho que estaba tendido en el suelo, con las piernas encogidas y la cabeza apoyada en una piedra.
-Es que me duele mucho.
-Pues, amolarse. Ahórcate.
Manuel creyó oír la voz del Carnicerín, y miró al que hablaba. Con gorra puesta sobre los ojos, no se le veía la cara.
-¿Quién es ése? -preguntó Manuel al Bizco.
-Es el capitán de los de la Montaña: el Intérprete.
-¿Y por qué le habla así a ese chico?
El Bizco se encogió de hombros con un ademán de indiferencia.
-¿Qué te pasa? -le preguntó Manuel al chiquillo.
-Tengo una llaga en un pie -contestó el otro, volviendo a llorar.
-Te callarás -interrumpió el Intérprete, soltando una patada al enfermo, el cual pudo evitar el golpe-. Vete  a contar eso a la perra de tu madre... ¡Moler! No se puede dormir aquí.
-Amolarse -gritó Manuel.
-Eso ¿a quién se lo dices? -preguntó el Intérprete, echando la gorra hacia atrás y mostrando su cara brutal de nariz chata y pómulos salientes.
-A ti te lo digo ¡ladrón! ¡cobarde!
El Intérprete se levantó y marchó contra Manuel; éste, en un arrebato de ira, le agarró del cuello con las dos manos, le dió con el talón derecho un golpe en la pierna, le hizo perder el equilibrio y le tumbó en la tierra. Allí le golpeó violentamente. El Intérprete, más forzudo que Manuel, logró levantarse; pero había perdido la fuerza moral, y Manuel estaba enardecido y volvió a tumbarle, e iba a darle con un pedrusco en la cara, cuando una pareja de municipales les separó a puntapiés. El Intérprete se marchó de allí avergonzado.
Se tranquilizó el corro, y fueron, unos tras otros, tendiéndose nuevamente alrededor de la caldera.
Manuel se sentó sobre unos adoquines; la lucha le había hecho olvidar el golpe recibido a la tarde; y se sentía valiente y burlón, y encarándose con los curiosos que contemplaban el corro, unos con risas y otros con lástima, se puso a hablar con ellos.
-Se va a terminar la sesión -les dijo-. Ahora van a dar comienzo los grandes ejercicios de canto. Vamos a empezar a roncar, señores. ¡No se inquieten los señores del público! Tendremos cuidado con las sábanas. Mañana las enviaremos a lavar al río. Ahora es el momento. El que quiera -señalando una piedra- puede aprovecharse  de estas almohadas. Son almohadas finas, como las gastan los marqueses de Archipipi. El que no quiera, que se vaya y no moleste. ¡Ea!, señores: si no pagan, llamo a la criada y digo que cierre...
-Pero si a todos estos les pasa lo mismo -dijo uno de los golfos-; cuando duermen van al mesón de la Cuerda. Si todos tienen cara de hambre.
Manuel sentía verbosidad de charlatán. Cuando se cansó se apoyó en un montón de piedras y, con los brazos cruzados, se dispuso a dormir.
Poco después el grupo de curiosos se había dispersado; no quedaban más que un municipal y un señor viejo, que hablaba de los golfos en tono de lástima.
El señor se lamentaba del abandono en que se les dejaba a los chicos, y decía que en otros países se creaban escuelas y asilos y mil cosas. El municipal movía la cabeza en señal de duda. Al último resumió la conversación, diciendo con tono tranquilo de gallego.
-Créame usted a mí: éstos ya no son buenos.
Manuel, al oir aquello, se estremeció; se levantó del suelo donde estaba, salió de la Puerta del Sol y se puso a andar sin dirección ni rumbo.
'¡Éstos ya no son buenos!' La frase le había producido una impresión profunda. ¿Por qué no era bueno él? ¿Por qué? Examinó su vida. Él no era malo, no había hecho daño a nadie. Odiaba al Carnicerín porque le arrebataba su dicha, le imposibilitaba vivir en el rincón donde únicamente encontró algún cariño y alguna protección. Después, contradiciéndose, pensó que quizá era malo y, en ese caso, no tenía más remedio que corregirse y hacerse mejor. (Págs. 290-295)

Cosecha Roja - Dashiell Hammett

Una bala abrió con su beso un agujero en el marco de la puerta, junto a mi sesera.
Otras balas hicieron más agujeros en la puerta, en el marco de la misma pared, pero para entonces ya había transportado mi sesera a un rincón seguro, desviado de la ventana.
Sabía que había enfrente una casa de cuatro pisos destinada a oficinas, cuya azotea quedaba un poco más alta que mi ventana. La azotea estaría a oscuras. La luz de mi cuarto estaba encendida. En semejantes condiciones hubiese sido un mal asunto asomarme para investigar.
Busqué con la mirada algo que arrojar contra el globo de luz, descubrí una biblia de regalo y la lancé. La bombilla se desintegró con un pequeño estampido y reinó para mi la oscuridad.
Habían cesado los tiros.
Me arrastré hasta la ventana y, de rodillas, miré con un ojo por una esquina de abajo. La azotea vecina estaba a oscuras y demasiado alta para que yo pudiera ver por encima del pretil. Al cabo de espiar un rato de esta guisa, con un ojo solamente, lo único que logré fue que me doliera el cuello.
Llamé por teléfono y le pedí a la telefonista que me enviase al detective del hotel.
Era un hombre barrigudo, de bigotes blancos y con la frente sin desarrollar de un bebé. Llevaba un sombrero demasiado pequeño en la coronilla para exhibir la frente. Se llamaba Keever. Se puso sobremanera excitado con lo de los tiros.
Vino el director del hotel, un hombre llenito de carnes con rostro, voz y modales cuidadosamente disciplinados. No se excitó en absoluto. Adoptó la actitud de esto-es-inaudito-pero-no-grave del prestidigitador callejero a quien le falla un truco en medio de la representación.
Nos arriesgamos a encender la luz, consiguiendo un nuevo globo, y contamos los agujeros de bala. Había diez.
Vino la Policía, se fue la Policía y regresó la Policía para dar cuenta de que no habían tenido la suerte de encontrar una pista, cualquier pista. Noonan telefoneó. Habló con el sargento al mando del destacamento y luego conmigo.
-Hace un minuto que me he enterado de lo de los tiros -me dijo- ¿Quién puede quererle tan mal?
-No puedo imaginarlo -mentí.
-¿No le ha dado ninguno de los disparos?
-No.
-Bueno,  estupendo - dijo cordialmente-. Le echaremos la mano al angelito, sea quien sea, puede apostar lo que sea. ¿Quiere usted que le deje ahí a un par de mis muchachos para estar seguros de que no vuelva a ocurrirle nada?
-No, gracias.
-Si los quiere los dejo -insistió.
-No, gracias.
Me hizo prometerle que iría a verlo en cuanto puediera, me dijo que toda la Policía de Personville estaba a mi disposición, me dió a entender que si algo me ocurría le destrozaría la vida, y por fin pude librarme de él.
Se fue la Policía. Hice que llevaran mis cosas a otra habitación sobre la que no fuera tan fácil concentrar el fuego de artilleria. Me cambié de ropa y me encaminé a Hurricane Street para acudir a mi cita con el garitero de ronca voz. (Págs. 83-85)

martes, 6 de julio de 2010

Sola, perduta, abbandonata - Giacomo Puccini


Sola, perduta,
abbandonata…
in landa desolata!
Orror! Intorno a me
s’oscura il ciel…
Ahimè, son sola!
E nel profondo
deserto io cado,
strazio crudel,
ah! sola abbandonata,
io, la deserta donna!
Ah! Non voglio morir!
No! Non voglio morir!
Tutto dunque è finito.
Terra di pace mi
sembrava questa…
Ahi! Mia beltà funesta,
ire novelle accende…
Strappar da lui
mi si volea; or tutto
il mio passato
orribile risorge,
e vivo innanzi
al guardo mio si posa.
Ah! Di sangue
s’è macchiato.
Ah! Tutto è finito.
Asil di pace ora
la tomba invoco…
No! Non voglio morir…
amore, aita!

Sola, perdida, abandonada…
en un país desolado.
¡Horror! A mi alrededor
se oscurece el cielo…
¡Ay de mí… estoy sola!
¡Desfallezco en el
profundo desierto,
cruel angustia,
ah, sola y abandonada,
yo, la desierta mujer!
¡Ah! ¡No quiero morir!
¡No! ¡No quiero morir!
Así pues todo ha acabado.
Tierra de paz
me parecía ésta…
¡Ay, mi funesta belleza
enciende nuevas iras …!
Querían separarme de él;
ahora resurge todo
mi horrible pasado
y desfila
ante mi vista
con gran claridad.
¡Ah! Se ha manchado
de sangre.
¡Ah! Todo se acabó.
Invoco ahora a la muerte
como a un asilo de paz
¡No! ¡No quiero morir…
amor, ayúdame!

lunes, 5 de julio de 2010

La Ventana Pintada - José Carlos Somoza

Me contó que un emperador de un país lejano tenía una hija a la que quería complacer. El emperador ordenó entonces a sus mejores ingenieros y artistas la construcción de un fabuloso toro de bronce dorado. El interior de la figura debía ser completamente hueco, y su vientre, recubierto de láminas de oro, estaría perforado algo menos que un cedazo, algo menos que el enrejado de una jaula, pero lo suficiente para que entrara aire, y habría una compuerta en ese vientre, un hueco capaz de recibir el cuerpo de un hombre; y entre las poderosas pezuñas metálicas reposarían varios braseros grandes; y su boca ocultaría el extraño laberinto de una trompeta. Cuando la figura estuvo terminada según sus deseos, el emperador, que era tan cruel como imaginativo, quiso probarla con uno de los artistas que habían ayudado a diseñarla. Encerraron al desdichado en el interior cóncavo del toro y los braseros ardieron hasta que el vientre de metal cegó de blancura cuantos lo contemplaban. Pero los horribles gritos de la víctima que se quemaba viva en su interior emergían transformados en una hermosa coral de tubas, un canto de ángeles desterrados, meláncolico y hechizante. Entonces el emperador invitó a su hija a oír la voz de la estatua sin revelar su terrible secreto, y la ingenua muchacha se deleitó al escuchar aquella sublime melodía de metal. Pasaron muchos años antes de que descubriera, horrorizada, que la música que la hacía llorar de amor y atisbar maravillas imposibles, procedía de los aullidos unánimes de la carne de hombres y mujeres que se carbonizaba en el interior de la figura. Se ignoraba lo que había hecho la hija del emperador cuando supo la verdad, pero era posible imaginar que, pese a todo, el ansia de belleza había extinguido la compasión, y había continuado oyendo al toro de bronce.
   Me contó todo esto y añadió:
   -Es un cuento que no es un cuento. Es parte del secreto.
   -¿De qué forma?
   Yo sabía perfectamente que no podía estorbar sus silencios, que no podía apresurar su respuesta, ni siquiera desearla -como no se puede comenzar a elaborar la intención de querer mirar a un pájaro posado en nuestra ventana pro casualidad, ni el simple deseo de hacerlo, porque hay algo que escapa: si el pájaro no huye, huye su naturaleza, y ya no es él sino su alerta o su precaución, su cuerpo rígido, su sospecha, su imperioso instinto de sobrevivir-, pero a veces los silencios me exasperaban y la espera se me hacía imposible. Lázaro me enseñaba a esperar desobedeciendo mis preguntas. Aquella tarde, por ejemplo, no quiso hablar de nada más, pero en una visita posterior me desveló la metáfora de la historia:
   -Hay una vida que es una figura dorada que canta cosas maravillosas. Hay otra que es un cuerpo torturado que grita de dolor. Son dos vidas muy diferentes, Javier, pero no puedes separarlas: una está dentro de la otra.
   -Pero la vida de la figura dorada es falsa -repliqué-. La verdadera, según tu ejemplo, es la otra, la del hombre torturado.
   -En el fondo, ambas son verdaderas. Lo que ocurre es que existen al mismo tiempo.
   -Te refieres a las dos vidas que mencionabas al otro día, ¿no es cierto? He estado reflexionando sobre el tema y no me percibo viviendo dos vidas distintas... Yo soy siempre el mismo.
   -También lo es el condenado que grita en el interior de la estatua. Nosotros podemos vivir ignorantes, como ocurría al principio con la hija del emperador. Pero una vez que sabemos la verdad, debemos tomar una decisión...
   -¿Qué decisión?
   Se detuvo en su lánguido paseo y me observó fijamente.
   -¿Seguiremos oyendo la música, a pesar de todo? O bien ¿oiremos los gritos? (Págs. 173-175)

El Libro del Desasosiego - Fernando Pessoa

I.
Nací en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes había perdido la creencia en Dios, por la misma razón por la que sus mayores la habían tenido -sin saber por qué. Y entonces, como el espíritu humano tiende naturalmente a criticar porque siente, y no porque piensa, la mayoría de los jóvenes escogió a la Humanidad como sucedáneo de Dios. Pertenezco, sin embargo, a aquel género de hombres que están siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no viendo sólo la multitud de la que son parte, sino también los grandes espacios que hay al lado. Por eso ni abandoné a Dios tan ampliamente como ellos, ni acepté nunca a la Humanidad. Consideré que Dios, siendo improbable, podría existir, pudiendo por lo tanto deber ser adorado; pero que la Humanidad, siendo una mera idea biológica, y no significando más que la especie animal humana, no era más digna de adoración que cualquier otra especie animal. Este culto a la Humanidad, con sus ritos de Libertad e Igualdad, me pareció siempre una revivificación de los cultos antiguos, donde los animales eran como dioses, o los dioses tenían cabezas de animales.
   Así, no sabiendo creer en Dios, y no pudiendo creer en una suma de animales, me quedé, como otros de la orla de las gentes, en aquella distancia de todo a la que comúnmente se llama la Decadencia. La Decadencia es la pérdida total de la incnsciencia; porque la inconsciencia es el fundamento de la vida. El corazón, si pudiera pensar, se pararía.
   A quien, como yo, así, viviendo, no sabe tener vida ¿qué le queda sino, como a mis escasos pares, la renuncia por modo y la contemplación por destino? No sabiendo qué es la vida religiosa, ni pudiendo saberlo, porque no se tiene fe con la razón; no pudiendo tener fe en la abstracción del hombre, ni sabiendo siquiera qué hacer de ella ante nosotros, nos quedaba, como motivo de tener alma, la contemplación estética de la vida. Y así, ajenos a la solemnidad de todos los mundos, indiferentes a lo divino y menospreciadores de lo humano, nos entregamos fútilmente a la sensación sin propósito, cultivada en un epicureísmo sutilizado, como conviene a nuestros nervios cerebrales.
   Reteniendo de la ciencia sólo aquel precepto central suyo, de que todo está sujeto a las leyes fatales, contra las cuales no se reacciona independientemente, porque reaccionar es que ellas han hecho que reaccionáramos; y verificando cómo ese precepto se ajusta al otro, más antiguo, de la divina fatalidad de las cosas, abdicamos del esfuerzo como los débiles del entretenimiento de los atletas, y nos doblamos sobre el libro de las sensaciones con un gran escrúpulo de erudición sentida.
   No tomando nada en serio, ni considerando que nos fuese otorgada como cierta otra realidad fuera de nuestras sensaciones, a su abrigo nos acogemos, y las exploramos como a grandes países desconocidos. Y, si nos ocupamos asiduamente no sólo en la contemplación estética sino también en la expresión de sus modos y resultados, de la voluntad de querer convencer el entendimiento ajeno o mover la ajena voluntad, es apenas como el hablar en voz alta de quien lee, hecho para dar plena objetividad al placer subjetivo de la lectura.
   Sabemos bien que toda obra ha de ser imperfecta, y que la menos segura de nuestras contemplaciones estéticas será la de aquello que escribimos. Pero imperfecto es todo, y no hay ocaso tan bello que no pudiera serlo más aún, o brisa tan leve que nos produzca sueño que no pudiera darnos un sueño aún más tranquilo. Y así, contempladores por igual de las montañas y de las estatuas, disfrutando los días como libros, soñándolo todo, sobre todo para transformarlo en nuestra íntima sustancia, haremos también descripciones y análisis que, una vez hechos, pasarán a ser cosas ajenas de las que podremos disfrutar como si vinieran con la tarde.
   No es este el concepto de los pesimistas, como el de Vigny, para quien la vida es una cadena, donde él trenzaba la paja para distraerse. Ser pesimista es tomar cada cosa como algo trágico, y esa actitud es una exageración y una incomodidad. No tenemos, es cierto, un concepto de valor para aplicar a la obra que producimos. La producimos, es cierto, para distraernos, pero no como el preso que trenza la paja para distraerse del Destino, sino como la joven que borda almohadas para distraerse, sin más.
   Considero la vida como una venta donde tengo que esperar hasta que llegue la diligencia del abismo. No sé adónde me llevará, porque no sé nada. Podría considerar esta venta una prisión, porque estoy obligado a esperar en ella; podría considerarla un lugar social, porque aquí me encuentro con otros. No soy, sin embargo, ni impaciente ni vulgar. Dejo estar a los que se encierran en su cuarto, echados indolentes en la cama donde esperan sin sueño; dejo hacer a los que conversan en las salas, de donde las voces y las músicas llegan cómodas hasta mí. Me siento a la puerta y embebo mis ojos y oídos en los colores y los sonidos del paisaje, y canto lento, sólo para mí, vagos cantos mientras espero.
   Para todos nosotros caerá la noche y llegará la diligencia. Gozo de la brisa que me dan y del alma que me dieron para gozarla, y no pregunto más ni busco. Si lo que dejé escrito en el libro de los viajantes puede, releído un día por otros, entretenerlos también en el tránsito, estará bien. Si no lo leen, ni se entretienen, estará también bien. (Págs. 15-18)

La Ternura del Sueño