sábado, 17 de julio de 2010

Cosecha Roja - Dashiell Hammett

Una bala abrió con su beso un agujero en el marco de la puerta, junto a mi sesera.
Otras balas hicieron más agujeros en la puerta, en el marco de la misma pared, pero para entonces ya había transportado mi sesera a un rincón seguro, desviado de la ventana.
Sabía que había enfrente una casa de cuatro pisos destinada a oficinas, cuya azotea quedaba un poco más alta que mi ventana. La azotea estaría a oscuras. La luz de mi cuarto estaba encendida. En semejantes condiciones hubiese sido un mal asunto asomarme para investigar.
Busqué con la mirada algo que arrojar contra el globo de luz, descubrí una biblia de regalo y la lancé. La bombilla se desintegró con un pequeño estampido y reinó para mi la oscuridad.
Habían cesado los tiros.
Me arrastré hasta la ventana y, de rodillas, miré con un ojo por una esquina de abajo. La azotea vecina estaba a oscuras y demasiado alta para que yo pudiera ver por encima del pretil. Al cabo de espiar un rato de esta guisa, con un ojo solamente, lo único que logré fue que me doliera el cuello.
Llamé por teléfono y le pedí a la telefonista que me enviase al detective del hotel.
Era un hombre barrigudo, de bigotes blancos y con la frente sin desarrollar de un bebé. Llevaba un sombrero demasiado pequeño en la coronilla para exhibir la frente. Se llamaba Keever. Se puso sobremanera excitado con lo de los tiros.
Vino el director del hotel, un hombre llenito de carnes con rostro, voz y modales cuidadosamente disciplinados. No se excitó en absoluto. Adoptó la actitud de esto-es-inaudito-pero-no-grave del prestidigitador callejero a quien le falla un truco en medio de la representación.
Nos arriesgamos a encender la luz, consiguiendo un nuevo globo, y contamos los agujeros de bala. Había diez.
Vino la Policía, se fue la Policía y regresó la Policía para dar cuenta de que no habían tenido la suerte de encontrar una pista, cualquier pista. Noonan telefoneó. Habló con el sargento al mando del destacamento y luego conmigo.
-Hace un minuto que me he enterado de lo de los tiros -me dijo- ¿Quién puede quererle tan mal?
-No puedo imaginarlo -mentí.
-¿No le ha dado ninguno de los disparos?
-No.
-Bueno,  estupendo - dijo cordialmente-. Le echaremos la mano al angelito, sea quien sea, puede apostar lo que sea. ¿Quiere usted que le deje ahí a un par de mis muchachos para estar seguros de que no vuelva a ocurrirle nada?
-No, gracias.
-Si los quiere los dejo -insistió.
-No, gracias.
Me hizo prometerle que iría a verlo en cuanto puediera, me dijo que toda la Policía de Personville estaba a mi disposición, me dió a entender que si algo me ocurría le destrozaría la vida, y por fin pude librarme de él.
Se fue la Policía. Hice que llevaran mis cosas a otra habitación sobre la que no fuera tan fácil concentrar el fuego de artilleria. Me cambié de ropa y me encaminé a Hurricane Street para acudir a mi cita con el garitero de ronca voz. (Págs. 83-85)

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