martes, 31 de marzo de 2009

Nada - Carmen Laforet

Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la casa de la calle Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo entonces.


domingo, 29 de marzo de 2009

Biografía del Hambre - Amèlie Nothomb

En el Liceo Francés de Nueva York se produjo un fenómeno inquietante: diez chicas se enamoraron de mí. Y yo sólo estaba enamorada de dos de ellas. Se trataba de un problema matemático.

El asunto podría haber quedado en un simple drama de patio de colegio de no haberse producido el acontecimiento cotidiano del cruce de la avenida. Al mediodía, después de la comida conjunta en la cantina, todos los alumnos del Liceo tenían derecho a una hora de recreo en Central Park. Dadas la inmensidad y la belleza de aquel parque, esa hora era el momento más ansiado de la jornada escolar.

Para llegr a aquel sublime lugar, las autoridades exigían que formáramos una larga fila de niños cogidos de la mano, de dos en dos. De ese modo podíamos cruzar la avenida que nos separaba de Central Park sin deshonrar al Liceo.

Así pues, era necesario elegir aalguien a quien coger de la mano mientras cruzabas la avenida. Yo alternaba entre mis dos mejores amigas, la francesa Marie y la suiza Roselyne.

Un día, la caritativa Roselyne me previno de una inminente crisis.
_Hay muchas chicas de la clase a las que les gustaría darte la mano para ir al parque.
_Yo sólo quiero daros la mano a Marie y a tí -respondí yo, implacable.
_Lo están pasando muy mal -objetó Roselyn-. Corinne ha llorado mucho.

Solté una carcajada, ya que las lágrimas derramadas por semejante causa me parecían estúpidas. Roselyne no lo vio con los mismos ojos.
_De cuando en cuando deberías darle la mano a Corinne o a Caroline. Sería un detalle por tu parte.

Así proceden algunas favoritas en los harenes, que se acercan para aconsejarle al sultán que honre a ls esposas desamparadas, podemos suponer que las mueve únicamente la caridad y la prudencia -ya que su elección puede costarles notables enemistades.

En mi bondad, a la mañana siguiente le anuncié a Corinne que le daría la mano para cruzar la avenida. Y para que así constara, después de la comida, en el momento de formar fila, me dirigí hacia ella, a disgusto, no sin antes lanzar desesperadas miradas hacia Marie y Roselyne que, ellas sí, no sólo gozaban de mi favor, sino que tenían unas manos suaves y finas, y no esa enorme pezuña de Corinne que me tocaba rellenar.

¡Ojalá todo se hubiera reducido a eso! Fue necesario soportar sobre todo los gritos de alegría de Corinne, que vivió aquel apretón manual como un triunfo y presumió durante todo el día de lo que presentaba como un acontecimiento planetario.

Ya que, durante toda la mañana, no había dejado de anunciar a voz en grito:
_¡Va a darme la mano!
Y se pasó la tarde repitiendo:
_¡Va a darme la mano!

Creí que aquel rídiculo episodio no tendría consecuencias.
A la mañana siguiente, al llegar al Liceo antes de que empezaran las clases, presencié una escena lucinante: Corinne, Caroline, Denise, Nicole, Nathalie, Annick, Patricia, Véronique e incluso mis dos favoritas estaban pegandose a tortazo limpio y con insensata violencia. Los chicos disfrutaban de lo lindo con el espectáculo y opinaban sobre quién iba ganando. (pág. 107-109)

miércoles, 25 de marzo de 2009

After Dark - Haruki Murakami

1:56 a.m.

Skylark. Un gran letrero de neón. A través del cristal se ve una zona luminosa donde se encuentran las mesas. Es una mesa grande, un grupo de chicos y chicas, al parecer estudiantes universitarios, ríe a carcajadas. El local está mucho más animado que el Denny's hace un rato. Las densas tinieblas de la calle, de madrugada, no han logrado llegar hasta aqui.

En el lavabo del Skylark está Mari lavándose las manos. Ahora no lleva puesta la gorra. Ni tampoco las gafas. Por los altavoces del techo suena a bajo volumen un viejo éxito de los Pet Shop Boys. Jealousy. El gran bolso bandolera descansa a un lado del lavabo. Ella se está lavando meticulosamente las manos con el jabón líquido dels dispensador sujeto a la pared. Parece que intente desprenderse de algo pegajoso que se le ha adherido entre los dedos. De vez en cuando alza la mirada y observa su rostro reflejado en el espejo. Cierra el grifo, se inspecciona los diez dedos de las manos bajo la luz, se los seca frotándoselos con una toalla de papel. Luego aproxima su rostro al espejo. Estudia su imagen como si esperara que ocurriese algo. Como si no quisiera que se le pasase por alto el menor cambio. Pero no ocurre nada. Con ambas manos apoyadas en el lavabo cierra los ojos, empieza a contar, vuelve a abrirlos. De nuevo estudia su cara con detenimiento. Pero sigue sin notar ningún cambio, por supuesto.

Se pasa una mano por el flequillo. Se coloca bien la capucha de la sudadera que lleva debajo de la cazadora. Luego, como si se alentara a sí misma, se mordisquea los labios y asiente repetidas veces. De modo simultáneo, la Mari del espejo tambrién se mordisquea los labios y asiente repetidas veces. Se cuelga el bolso al hombro, sale del lavabo. La puerta se cierra.

Nuestra mirada convertida en cámara permanece unos instantes en el lavabo, sigue barriendo el interior del cuarto. Mari ya no está allí. Ya no hay nadie. Sólo la música sonando por los altavoces del techo. Una melodía de Hall & Oates. I Can't Go for That. Al mirar con atención, descubrimos que en el espejo todavía se refleja la imagen de Mari. Y la Mari del espejo está mirando hacia nosotros desde el otro lado. Con expresión seria, como si estuviera esperando a que ocurriera algo. Pero a este lado no hay nadie. Sólo la imagen de Mari que permanece en el espejo del Skylark.

Todo va sumiéndose en la oscuridad. En las tinieblas, cada vez más densas, suena I Can't Go for That.
(pág. 84-86)

martes, 24 de marzo de 2009

La Llave del Abismo - José Carlos Somoza

El Gran Tren. Poderoso, inmenso, hecho de cristal y acero. Dos niveles por sección -superior e inferior-, catorce grandes secciones, más de cincuenta pasajeros en cada una. Los engranajes de las ruedas soltando bufidos bajo el peso descomunal, azotando con chorros de centellas los costados de la vía. Olor a vidrio y metal calientes. Hermoso y pavoroso. Caminar por su interior, con su techo alto, sus lámparas araña y sus molduras, los gruesos y ornamentados marcos de los espejos y las paredes forradas de piel o cristal pintado, era pensar que el mundo aún guardaba ciertos tesoros, espectáculos colosales realizados por la mano del hombre. Pero también, de algún modo extraño que Daniel kean no acertaba a comprender, uno se sentía en sus manos cuando recorría sus pasillos. Esa vibración en el centro del pecho y ese golpe de mazo bajo los pies hacían saber que a partir de ese momento se pertenecía a él. No se podía evitar, se fuera pasajero o empleado, aquella sensación de pequeñez, de percibirse como un simple átomo de carne y sangre en el vientre de la suprema tecnología.
A Daniel le gustaba sentirse así, y sospechaba que al resto de sus compañeros también. Si se trabajaba en el Gran Tren, el Gran Tren protegía, y eso era bueno.
Su tarea consistía en ayudar al subalterno primero de la sección cuarta. Por comodiad, se habían repartido el trabajo y a Daniel solo le correspondía el nivel superior. Pero el vestuario con los uniformes se hallaba en la última sección, la número catorce, de modo que Daniel se dirigió allí nada más entrar, se desnudó, se puso la doble pieza gris fruncida en los los bordes y estampada con el símbolo de la compañía (una flor oscura), calzó las altas sandalias reglamentarias, conectó a su oído izquierdo el auricular por donde recibiría las órdenes de su jefa de sección y volvió a peinarse de manera que su largo cabello cayera por ambos hombros, tanto para cubrir el auricular como para parecer "elegante" según los cánones de la compañía. Cuando el tren salió de la estación, Daniel, ya vestido con el traje de subalterno, empezó a avanzar por los niveles superiores en dirección a la sección cuarta, saludando a los compañeros ya incorporados y sonriendo a los pasajeros que lo miraban.
Entonces, al llegar a la sección séptima, se fijó en klaus Siegel.
Había unos treinta pasajeros en el nivel superior de aquella sección; el asiento de Klaus quedaba a la derecha de Daniel, junto a la puerta, de modo que fue el primero que Daniel vio al entrar. Pero Daniel nunca se hubiese fijado en Klaus de no haber sido por las señas que éste hacía al subalterno de la sección. En vez de pulsar el botón de aviso de su asiento o llamarlo en voz alta, klaus se limitaba a alzar la mano; al hallarse de espaldas, el subalterno no se había percatado.
Daniel hubiese podido optar por llamar él mismo a su compañero (o compañera, no podía estar seguro: ni los uniformes ni, por supuesto, los cuerpos diferenciaban a las personas por detrás), pero decidió que no perdería el tiempo en saber lo que deseaba aquel pasajero. Siempre era posible pasar el encargo a otro en cualquier momento.
Mostró su mejor sonrisa de subalterno y se inclinó con delicadeza.
_ Buenos días, me llamo Daniel kean y pertenezco a la sección cuarta. ¿Puedo ayudarle en algo?
El joven lo miró. Se hallaba junto al cristal de la ventana. Tras él, el remolino de lluvia se retorcía sobre el cristal cada vez que el tren pasaba junto a las luces de la vía. En el interior todo era calma y silencio: afuera, todo estallaba entre el vértigo y el clamor.
_ Sí, tú mismo servirás -dijo el joven asintiendo lentamente. (págs. 18-20)

jueves, 19 de marzo de 2009

Pablo Tusset - Sakamura, Corrales y los Muertos Rientes

El tercer cadáver apareció en la cubierta de su propio yate y resultó ser bastante feo.
No sólo por el bigote, adherido a una de esas caras redondas y dentonas que no admiten ornamentos pilosos. Ni tampoco el voluminoso cuerpo desnudo, que habría podido confundirse con el de un cetáceo de no ser por el champiñón que le remataba el abdomen a modo de genital externo -exactamente como el pitorro de un flotador en forma de manatí-. El tercer cadáver era feo, sobre todo, porque parecía respirar; ése era el efecto que causaba el movimiento de la marea al mecerle la panza en un vaivén gelatinoso. Sin embargo, a cambio de esa turbadora apariencia de jadeo post mortem, no se percibía rastro de sangre o heridas y la expresión de la cara bigotuda era sonriente, placentera, diríase que de una felicidad emparentada con la estulticia.
El inspector y Maestro Sakamura se había detenido a unos metros de la tumbona de teca en la que yacía aquel muerto feo y feliz. Permaneció inmóvil unos segundos: los diminutos pies ligeramente separados las manos a la espalda, escudriñando con sus ojillos rasgados que destellaban en la penumbra de la cubierta entoldada como dos cabezas de alfiler. Cualquiera de sus colegas de la Brigada de Investigaciones Especiales con sede permanente en Lyon, Francia, habría sabido que el inspector estaba fotografiando mentalmente la escena. Ciertamente, el fotógrafo de los Mossos d'Esquadra ya había tomado varias docenas de instántaneas desde todos los ángulos imaginables, pero ni las más avanzadas cámaras digitales de la policía autonómica catalana podían competir con los retratos en 3D que registraba la memoria visual del venerable Maestro Zen enviado por la Interpol.
A su lado en la cubierta del yate, el cabo de la Guardia Civil Rafael Corrales aseguró en un gesto inconsciente la banderita española adhesiva que adornaba el broche de su reloj del Real Madriz. Mientras tanto, aventuró una explicación para aquella inaudita proliferación de cadáveres risueños:
-Esto va a ser de las medusas, lo que yo le diga.
Pero el inspector Sakamura pidió silencio moviendo los brazos en un lento y elástico giro, que parecía haber sido perfeccionado durante años y, a fin de completar su análisis organoléptico, olfateó el aire con leves movimientos de sus aletas nasales.( Pág. 9-10)

viernes, 13 de marzo de 2009

Gran Torino

Amy MacDonald -This is the life

Pitigrilli - Lecciones de Amor

Y la llamó en voz baja, como si su sombra estuviese allí; como se habla a una mujer cuando duerme, para no despertarla, para no ofrecer toda el alma:
_F. , pequeña F. , dulce F.; F. amor mío...

Sentía que existe otro lenguaje que nunca había usado, porque como decía F. , él había hecho de su inteligencia un artículo de lujo, sin advertir que la inteligencia, el corazón, los sentidos, deben ser tenidos como objetos de uso corriente para que uno pueda ser feliz. Y aún dijo:
_ F., vuelve, te perdono, viviremos nuevamente tranquilos, vendrán aún días hermosos.

Usó las palabras que ni siquiera hubiera adoptado el mediocre poeta provinciano ni el maestro de escuela expulsado por sus novelas. Hubiera querido hablar como el soldado que confía a una tarjeta de oro y de anilina, bordeada de estrelllas y margaritas, todo el amor que él no sabe expresar. Acaso a F., como él, enferma de intelectualismo, habría que hablarle el lenguaje sencillo de los pastores que tallan un corazón en la corteza de los árboles. Le había hablado a F., del amor, pero no le hablado nunca de amor. Y como el más tonto de sus clientes, pensó que su caso era único. Ningún cliente, él inclusive, hubiera creído jamás
que su propio caso pudiera imprimirse jamás en quinientos ejemplares de ciclostilo. (pág.135)

martes, 10 de marzo de 2009

Punto de Encuentro - Foro Qué Leer y Qué Charlar

1er. Aniversario (Elizq)

El Lector - Bernard Schink

A veces pienso que el verdadero motor del movimiento estudiantil era un conflicto generacional, y la revisión crítica del pasado nazi una mera pose que adopataba el movimiento. Toda generación tiene el deber de rechazar lo que sus padres esperan de ella. En este caso resultaba más fácil, ya que esos mismos padres quedaban desautorizados por el hecho de no haber sabido plantar cara al Tercer Reich, ni siquiera a posteriori. La generación que había cometido los crímenes del nazismo, o los había contemplado, o había hecho oídos sordos ante ellos, o que, después de 1945, había tolerado o incluso aceptado en su seno a los criminales, no tenía ningún derecho a leerles la cartilla a sus hijos. Pero los hijos que no podían o no querían reprocharles nada a sus padres también se veían confrontados con el pasado nazi. Para ellos, la revisión crítica del pasado no era la forma que adoptaba exteriormente el conflicto generacional, sino el problema en sí mismo.

La culpabilidad colectiva, se la acepte o no desde el punto de vista moral y jurídico, fue de hecho una realidad para mi generación de estudiantes. No sólo se alimentaba de la historia del Tercer Reich. Había otras cosas que también nos llenaban de vergüenza, por más que pudiéramos señalar con el dedo a los culpables: las pintadas esvásticas en cementerios judíos; la multitud de antiguos nazis apoltronada en los puestos más altos de la judicatura, la Administración y las universidades; la negativa de la República Federal Alemana a reconocer el Estado de Israel; la evidencia de que, durante el nazismo, el exilio y la resistencia habían sido puramente testimoniales, en comparación con el conformismo al que se había entregado la nación entera. Señalar a otros con el dedo no nos eximía de nuestra vergüenza. Pero sí la hacía más soportable, ya que permitía transformar el sufrimiento pasivo en descargas de energía, acción y agresividad. Y el enfrentamiento con la generación de los culpables estaba preñado de energía.

Sin embargo, yo no podía señalar con el dedo a nadie.(págs. 158-159)