viernes, 5 de septiembre de 2008

Esther Tusquets - Habíamos Ganado la Guerra

Lo cierto es que fui una niña angustiada por multitud de miedos, y que no sabía que algún día se me iban a pasar. Miedo a la muerte, desde muy pequeña. Estaba en la cama y pensaba ''algún día vas a morir'', y no servía de nada decirme que faltaba seguramente mucho tiempo, un montón de años, porque lo horrible era que aquello tuviera que llegar, y, si tenía que llegar, lo mismo daba que tardara siglos en hacerlo, porque aquel momento tan lejano sería en algún momento el presente. Y que existiera un dios y otra vida -entonces todavía creía en ambas cosas- no me ayudaba demasiado.

Tenía pavor a los médicos. Nunca me habían hecho el menor daño, mi propio padre era médico, pero me aterrorizaban[...] Y me pasaba el año obsesionada con la vacuna contra el tifus que me ponían cada primavera. Tenía miedo al cáncer, del que todo el mundo a mi alrededor contaba atrocidades. Era un tema recurrente y morboso de conversación, sobre todo en la zona de servicio, donde se describía, con lujo de detalles, espantosos dolores para los que no existían analgésicos ni paliativos. Yo le pedía a dios lo mismo que le había pedido Oscar Wilde -aunque todavía no supiera quién era Oscar Wilde-, que todo el dolor físico que me tocara en la vida me lo sustituyera por dolor moral.

Tenía miedo a un montón de cosas que aparecían en las películas y en las truculentas historias que oía en el cuarto de costura: los fantasmas, los muertos vivientes, los vampiros, los hombres lobo. Sabía que no existían, pero les tenía miedo. Tenía miedo a la oscuridad. Tenía miedo a los juegos violentos. Tenía miedo a los otros niños.

Y tenía miedo al infierno, un miedo mezclado con incredulidad. Que los pueblos paganos, la gente de otras religiones, que a lo mejor ni siquiera habían tenido opotunidad de oír hablar del verdadero dios, que creían en cosas distintas y obraban quizá de buena fe, pero que no habían sido bautizados y habrían cometido, seguro, un pecado mortal en su vida, tuvieran que pasarse una eternidad en el infierno, no me cabía en la cabeza. Ahora me parece increíble que millones de personas, no totalmente oligofrénicas ni perversas, puedan creer tamaño desatino.

Recuerdo que, en el cuarto de costura, alguien leyó en un libro de piedad una historia supuestamente real. Era así. Muere una niña de cinco años y aquella misma noche, cuando su madre, deshecha en llanto y de rodillas, está rezando por su pequeña, ésta se le aparece y le dice: ''No merece la pena que reces por mí mamá, porque unos minutos antes de morir tuve un pensamiento impuro, del que no me dió tiempo a hacer acto de contricción, y estoy en el infierno.'' Había, creo recordar, una ilustración: la madre con los ojos desorbitados y la boca abierta en un alarido de horror y la niña envuelta en llamas. Casos como éste hacen que, pese a mi liberalismo, crea que sí debe existir una censura para los libros infantiles. Cuando recurrí aterrada a mi madre, dijo que aquello eran paparruchas, puros disparates, y riñó a la persona que me había leído la historia, pero a mí me estaban preparando para la primera comunión y en las clases oía cosas igualmente extrañas e inquietantes. ¿Cómo era posible que los niños que morían al nacer, antes de ser bautizados, quedaran relegados en el limbo por toda la eternidad? ¿Era posible que te fueras al infierno por haber faltado un domingo a misa? Los curas aseguraban que sí, la mirada dirigida hacia lo alto, las manos unidas y alargando mucho la segunda ''e'' de eternidad. Todos afirmaban que sí. Salvo mis padres. Pero ellos eludían el meollo de la cuestión. Se limitaban a intentar tranquilizar mis miedos, pretendían que no me preocupara [...]

De modo que crecí con el temor de que, si fantaseaba, por ejemplo, que un niño me daba un beso en la boca, o bebía un sorbo de agua antes de comulgar, o veía una película prohibida (no ya como la abominable 'Gilda', sino como 'El tercer hombre', que tenía, no sé por qué razón, al clero soliviantado, hasta el punto de que cada vez que te confesabas te preguntaban si la habías visto), me iría de cabeza a los infiernos por toda una tenebrosa eternidad, y de que mis padres, de ser verdad mis sospechas -cada vez más fundadas, porque los domingos no les veía salir de su habitación hasta la hora del almuerzo- de que se saltaban la misa, vivían en permanente pecado mortal.
(págs. 43-46)

2 comentarios:

  1. Holaaaa, te echaba de menos.

    Precisamente estoy leyendo este libro. Ayer acabé el capítulo que mencionas aquí.

    A mi me está gustando mucho, espero que también te haya gustado a tí.

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  2. Hola anjanuca!! Gracias!!

    Vaya coincidencia en la lectura! Si te cuento que lo compré porque me confundí de escritora y me gustó la "afoto" de la portada...¿?
    Algo hay de verdad en lo que te acabo de decir; cuando tomemos ese café que tenemos pendiente te lo cuento :))

    Y sí, me ha gustado. He encontrado un montón de párrafos con los que salvando distancias de generación, clase social e ideología política, me he sentido muy identificada: los mismos miedos infantiles(incluido el de la vacuna) y las mismas dudas y cuestionamientos religiosos a esa misma edad.

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